Cómo Hacer del Cambio su Mejor Amigo

El cambio es uno de los fenómenos de la vida con el que los seres humanos tenemos sentimientos más contradictorios: por un lado, lo solicitamos cuando las cosas no marchan bien, pero lo rechazamos por completo cuando estamos satisfechos y en armonía. Un desempleado ruega porque su situación se invierta y consiga un nuevo trabajo, mientras que el dueño de una exitosa empresa desea que su negocio continúe como hasta los momentos.

Quienes han sobrevivido a una catástrofe natural, como un terremoto, suelen tener una afectación psicológica significativa: perder a sus familiares y/o amigos, o incluso solamente su vivienda y enseres, hasta el aspecto de la ciudad donde vivía, los lleva a sentirse deprimidos, perdidos y olvidados por la divinidad.

Los jóvenes anhelan crecer y ser independientes, viajar y establecerse donde desean, pero no aceptan con la misma alegría el cambio que sobrelleva un divorcio, el fallecimiento de un ser querido o una mudanza no planeada. Al igual que ellos, sus padres, cuando ellos dejaron el hogar, también lamentaron el momento del cambio.

Aquellos con una gran convicción espiritual parecen ser de los pocos que enfrentan el cambio sin temor: en el Nuevo Testamento, Jesús empieza a llamar a los que serán sus discípulos y les pide que dejen atrás sus trabajos, sus casas y sus familias, y que lo sigan sin dudar.

Decimos que nos es muy difícil abandonar nuestras costumbres y forma de ser, mientras decretamos como una máxima negativa que “la gente no cambia”: un hombre se quejará de que el abuelo se mantiene imperturbable en su rutina de hace 80 años, pero si le piden a él mismo que deje de ser tan malhumorado, alegará que siempre ha sido así y no podría ser distinto “ni que quisiera”.

El cambio, hasta donde hemos visto, se relaciona con algo complicado, desde acciones sencillas como dejar de fumar, bajar de peso, perder mañas, hasta asuntos trascendentes como mudarse, emprender un negocio propio, tener un hijo…

En muchos casos, estas mutaciones son tan preocupantes y aterradoras que las personas prefieren seguir viviendo de la misma manera o evitan constantemente iniciar el proceso, con justificaciones de todo tipo.

Ciertamente, iniciar un cambio, por razones internas o externas, es algo traumático, que requiere de estrategias para poder llevarlo a cabo, incluso de sacrificios que deben evaluarse (por ejemplo, quien apuesta por un emprendimiento propio se enfrentará a muchas situaciones y al riesgo del fracaso). Sin embargo, en términos de dificultad, y aunque no lo parezca, lo más importante que puede estarse ignorando es que lo más doloroso y difícil no es cambiar, sino continuar atascado en esa situación que mucha gente ha acuñado en la expresión “zona de confort”.

¿Cómo es la zona de confort, realmente?

¿Quien vive una mala relación de pareja y no se divorcia para evitar dolor a los hijos y por temor a enfrentar un desafío económico en solitario, pero se queda experimentando maltrato todos los días, en su propio hogar, en presencia de los niños, está viviendo de verdad en una zona de confort?

¿Ahora, si un trabajador no abandona un mal empleo por temor a la crisis económica de su país, pero igual el salario no le alcanza, trabaja hasta el agotamiento y es tratado indignamente, sigue en una zona de confort?

Una mujer, por diversas razones, no se atreve a quedar embarazada (por falta de acuerdo por la pareja, porque no tiene un compañero estable, por temor a sus condiciones socioeconómicas), pero al quedarse dudando mucho tiempo, entra en la menopausia y biológicamente ya no puede gestar un hijo. ¿Se queda en su zona de confort?

 

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No suena muy lógico.

El diccionario dice que confort es una palabra tomada del idioma francés que significa comodidad, bienestar. Sentirse seguros y confiados. Estar donde se encuentra el placer. La persona que no se atreve a divorciarse no tiene ninguna de esas características. Igual el trabajador ni la mujer sin hijos.

Por lo tanto, deberíamos dejar de emplear ese término, pues parece hasta un poco irónico y utilizado para burlarse del temor de la persona que no es capaz de iniciar el proceso de cambio, aunque se encuentra ya en una mala situación. Además, este término tampoco valdría para aquellos que sí estaban en unas circunstancias favorables, perdiéndolas contra su voluntad, y que sufren por el cambio que están “padeciendo”.

Lo incómodo y complicado entonces no es pasar de una situación a otra (una buena a una mala o una mala a otra peor). Pareciera ser que el dolor proviene del miedo de enfrentarnos a nosotros mismos: a no saber cómo vivir sin la persona que se ha ido, a la incertidumbre de conseguir o no un nuevo empleo, a cómo será la nueva vida después del divorcio y cómo lo llevarán los afectados, si el nuevo empresario triunfará o no con sus planes, si la madre podrá criar a su hijo.

En ninguno de los casos, las personas que experimentan el cambio como un padecimiento tienen la confianza de que todo saldrá bien, que en ese futuro al que ahora le temen, las cosas volverán a ocupar un lugar y sentirán una sensación de tranquilidad, comodidad y satisfacción. Tampoco pueden aceptar que estar a punto de caer (sin haber golpeado el suelo, pero tampoco permaneciendo seguros arriba) los puede tener viviendo permanentemente en una situación complicada y desagradable, lo cual es mucho peor. Y mucho menos, seguir sufriendo y rechazando un cambio que ya ocurrió, como en el caso de quienes experimentaron el cambio de manera exterior a ellos (la muerte del familiar o el que vivió la catástrofe).

En todos los ejemplos se puede entender que quedarse en el padecimiento por el cambio (por querer evitarlo o por rechazarlo), sin hacer nada para salir de esa situación, es todavía más grave y trae costos negativos para la persona: quien no se divorcie será infeliz muchos años (o caerá peligrosamente en una espiral de violencia). El que no busque otro empleo estará viviendo casi tan mal como el desempleado, pero sin la oportunidad de evolucionar. La persona que sufre una pérdida no puede ver que tal vez una vida amable lo está esperando en el futuro. La mujer que no se atreve a tener un hijo por las dificultades no piensa que a pesar de ellas puede criar a un ser humano que llegará a tener una buena vida, incluso mejor que la suya.

Por ello, comience a pensar que el cambio no es salir traumáticamente de una zona de confort, sino una búsqueda de un bienestar que en los actuales momentos no tiene.

Considere que no hacer nada es tan malo como pensar que va a padecer el dolor del cambio, y peor todavía, porque ese sufrimiento e insatisfacción se van a prolongar en el tiempo.

Piense que el cambio es un puente por donde debe pasar para ir a su verdadera zona confortable, donde estará todo lo que quiere y necesita. Ahora, ese puente puede ser de cuerdas y maderas podridas, un camino de piedras resbalosas sobre un río, o uno de hierro sólido construido por ingenieros capacitados. Tal vez usted pueda ayudar a construir el puente por el que va a pasar, o tal vez no le tocará el mejor, pero al llegar del otro lado podrá ver hacia atrás sabiendo que lo ha superado.

Lo más importante es reconocer que el cambio es la distancia entre el lugar donde no queremos estar y un lugar mucho mejor.

Si tenemos el valor de reflexionar de este modo, de adentrarnos en nosotros mismos buscando respuestas, seremos capaces de pedir la ayuda necesaria y tendremos presente hacia dónde queremos evolucionar, llegando a ser, auténtica y completamente, nosotros mismos. Y eso vale la pena.

 

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